Salgo del dentista con una receta en la mano. Antes de entrar a la farmacia, me cruzo con un hombre de unos cuarenta y cinco años. El señor me saluda al pasar por mi lado. Yo le sonrío como quien sonríe a alguien que no conoce y le acaba de saludar. Él se detiene y se gira para hablar conmigo:
—¡Hola! ¿Cómo estás?
No tengo ni idea de quién es. Pienso en que puede ser alguien que me reconozca por haberme visto pinchar alguna vez en el pub o que me haya visto en algún monólogo.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad? Yo es que te conozco por tus padres.
Me dice estrechándome la mano. Es un tío bajito, con entradas y no tiene pinta de nervioso. Eso sí, charra por los codos.
—Es que mis padres, que en paz descansen, son amigos de los tuyos. Yo les hice la instalación del local.
También me da el nombre de la empresa. Es algo así como García Ferrer. Entonces pienso en qué instalación le habrá hecho este tío de Castellón a mis padres, que viven en Alicante.
—Te he visto y te he reconocido. Perdona que te moleste, es que estoy sin faena…
Amigo, que era eso.
—¿No me podrías dar tu un trabajo?
Y, entonces, por primera vez en toda mi vida, le digo la verdad a un tío que me pide algo en medio de la calle. Tengo la sensación de que al darme la mano, me ha robado la cartera o de que alguien me esté grabando con una cámara oculta.
—Yo también estoy sin trabajo, amigo.
Le doy una palmada en la espalda.
—Suerte.
Él se va enfadado, seguramente, porque, de todos los que caminaban por la calle, ha ido a preguntarle al que está en el paro. Yo me meto en la farmacia con un pensamiento a medio camino entre lo triste y lo irrisorio. ¿Se ha inventado toda esa historia para pedirme trabajo? Eso sólo lo hace alguien desesperado o con mucho sentido del humor. Yo prefiero pensar que es por lo segundo.
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