La miró sin que ella se diera cuenta. Luego me miró a mí, para disimular. Si le hubiera preguntado, habría dicho que nos miró a los dos para ver si nos conocía. Pero no le pregunté, él siguió caminando, pasó por mi lado y nos cruzamos. Después miré a mi mujer, ella admiraba los árboles y buscaba alguna ardilla. Yo llevaba tiempo pensando en que se está haciendo mayor, que ya no es esa mujer que me hacía temblar cuando la veía, que había perdido todo el encanto y la belleza que en su día me conquistó. De pronto, me tiró de la chaqueta y señaló a lo alto de un pino, como un niño que acaba de ver pasar una estrella fugaz. Esa emoción tan infantil y ese joven corredor de fondo que, tal vez por la soledad que sufre en su camino, disimuladamente, había dado un par de zancadas con la mirada fija en su escote, me hicieron volver a verla como aquella chica que se sorprendía tan fácilmente, a la que cualquier cosa llamaba la atención y, por un momento, sentí ganas de abrazarla y de ser yo el que, con todo el derecho del mundo, pudiera mirar y oler su escote.
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