El tonto del que nos burlábamos

Cuando se iba a sentar, le quitábamos la silla. Tuvo su gracia, hasta que se dio en la nuca con el pupitre de Luis, que se sentaba detrás de él y todos los días le llenaba el cogote de pelotitas de papel untadas en saliva. Lo elegíamos el último a la hora de hacer equipos en clase de gimnasia (bueno, en realidad, no lo elegíamos, acababa en el equipo que tenía un jugador menos). Almorzaba solo en el recreo (eso si el matón del colegio no le quitaba el bocadillo). Era la vía de escape para los odios y frustraciones de sus compañeros. Uno se iba a casa sintiéndose más hombre porque había ganado la pelea contra el "subnormal" o el "retrasado" de la clase. Normal que ese niño no quisiera ir al colegio. Solo quería que dieran las cinco de la tarde para que su madre lo recogiera, para irse a su casa donde nadie lo molestaba. Yo vi a su madre un par de veces cargando con las bolsas de la compra y tirando de un niño que se paraba en cada escaparate a mirar tonterías. Apenas podía con él porque ya no le quedaban fuerzas para aguantar tanta injusticia. A su padre nunca lo vi. A lo mejor ni lo conocía. Solo vi a esa madre intentar hacer una vida normal con un niño distinto. Ojalá ese niño haya crecido y se haya comprado una motosierra. Que venga a matarnos a todos los que nos reímos de él porque nos lo merecemos. Ahora que lo pienso, parece el argumento de una peli de terror barato. Uno crece, piensa en tener hijos y reza para que estén sanos, para que no sean como ese compañero de clase. Me avergüenzo de mí mismo. Y no sabéis lo que admiro a los que tuvieron buenos detalles con él, los que lo querían como amigo. Ese tonto del que nos burlábamos, a poco que tenga un puesto de trabajo y sonría de vez en cuando ya es más feliz que todos sus antiguos compañeros del colegio. Y haremos una cena para reunirnos todos y él se reirá de lo inútiles que somos y de lo vacíos que estamos.