El tren parecía no frenar nunca y la luz verde no encenderse. Por fin se detuvo completamente y pulsé el botón de apertura. Bajé al andén de la estación de León y una ráfaga de aire caliente me golpeó. El termómetro marcaba 39 grados y ahora sí que el mar parecía estar muy lejos. Con una gran sonrisa puse rumbo a la catedral, mochila a la espalda y cámara de vídeo en mano para inmortalizar mis primeros pasos. Encontré el albergue Pulchra Leonina en un monasterio donde se encargan de ofrecer descanso y comida al peregrino. Allí oficialicé mi Camino, di mis datos y obtuve mi credencial con mi primer sello. A partir de aquí, 300 km. a pie hasta Santiago.
Antes de la misa de Sor Ana María, logré contactar con Lucía y nos dimos una vuelta por el casco antiguo, fuimos de cortos y probamos diferentes mostos. Recordamos Castellón y la universidad. Nos despedimos y me dio muchos ánimos para el viaje. Algo me decía que a partir de ese momento no volvería a ver a nadie conocido hasta mi regreso. La misa no fue muy larga, hubo cánticos y rezos que yo, obviamente, no seguí, pero sí que saqué algo en claro aquella noche: el peregrino hace un camino interior para encontrar a Dios o para encontrarse a sí mismo. Yo no buscaba nada, por tanto, no era un peregrino, sino un caminante que quería admirar el paisaje leonés y gallego, superarse físicamente y aguantar el sol, la lluvia y las ampollas por la única creencia que sigo: el karma. Por alguna extraña razón, pienso que si yo sufro un poco, a mis seres queridos les ocurrirán cosas buenas. Y de momento, creo que uno de esos seres queridos ha encontrado trabajo.
A las 22 horas y muy cansado de tanto tren, me acosté en la cama superior de una litera que se movía mucho. Acompañado por otros sesenta hombres (las mujeres dormían en otra habitación) y muchos ronquidos, concilié el sueño, sabedor de que mañana comenzaría mi Camino de Santiago.
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