
Salimos a las seis de la mañana sin desayunar. Aprovechamos que el sol aún no ha salido para hacer kilómetros bajo el frescor de la mañana. Paramos en Rabanal del Camino después de 16 kilómetros de implacable marcha y almorzamos un buen bocadillo de tortilla de patatas, nuevo descubrimiento para Andreas, quien a partir de ahora buscará un bar en el que tengan tortilla para hacer los descansos. Durante la etapa, adelantamos un par de veces a Willow, un chico australiano que ya hizo el Camino y lo repite para encontrar a unos amigos que viven por la zona, aunque no sabe exactamente dónde. Más tarde, alcanzamos el Alto de la Cruz de Ferro, a 1.500 metros de altura sobre el nivel del mar, un lugar donde los peregrinos dejan una piedra con un mensaje escrito, normalmente de agradecimiento. La caminata hasta Manjarín sigue siendo dura, aunque el terreno ya no pique tanto hacia arriba. Sin embargo, lo peor está por llegar: la bajada hasta El Acebo, 10 km. de rocas y piedras con una pendiente notable que, sin la ayuda de los bastones, mis rodillas habrían recordado para siempre. Andreas, más precavido, decidió bajar a un ritmo más pausado. Yo, en cambio, con esos paisajes tan verdes y ese aire tan puro, no encontré el freno y bajé como un ciclista escapado que busca meter distancia con el pelotón después de coronar un alto. La de velocidad en la bajada tras el constante esfuerzo de la subida hacía aún mayor la sensación de rapidez. Por fin llegó El Acebo y el albergue Apóstol Santiago, donde Pedro, un señor grande y robusto, son recibió con gran simpatía. Habíamos finalizado una de las etapas más duras que teníamos que caminar. Nada menos que nueve horas nos llevó llegar a la meta.
Una vez duchados y con una bolsa de hielo en el tobillo, vimos cómo Nadal ganaba el torneo de Wimbledon y conocimos a María, una chica de Madrid que había estado en la India y nos contó todas sus impresiones. Su cara me recordaba a alguien, pero sus gestos más aún. Hasta que di con la persona que buscaba, María era clavada a mi gran amiga Núria, la pastoreta. Al verles un carácter tan parecido, decidí llamar a Núria y para que hablaran la una con la otra, pero no pude localizarla. Esa noche cenamos todos los peregrinos juntos en el salón la pasta que había preparado Simone, una chica italiana que hacía el Camino con su novio. Después de la cena, Andreas me enseña a jugar al Molino, un juego de mesa que encontramos en una caja de "Juegos reunidos". Aprendí, me gustó y perdí todas las partidas. Nos fuimos a la cama y no tardamos mucho en ponernos repelente de mosquitos, ¡cómo atacaban por todos los flancos! Entre ronquidos y crujidos de camas intentamos conciliar el sueño, hasta que la nueva sinfonía de Verdi directamente desde la más profunda italia comenzó a sonar. En una habitación con diez literas, con dos chavales de quince años durmiendo con sus padres, Simone y su novio comenzaron a gemir hasta que a más de uno nos entró la risa. Y tú a 750 km. y 14 días de aquí. Unos tanto y otros tan poco.
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